En Chile puede un reo obtener beneficios económicos a través del Estatuto Laboral y de Formación para el Trabajo Penitenciario de 2011, se permite al sector privado la utilización de mano de obra carcelaria con el propósito de desarrollar labores productivas. A primera vista, parece que “todos ganan”: gana el Estado, que aspira a la reinserción social de los reclusos; gana la población privada de libertad, que recibe ingresos y capacitación; y gana el sector privado, que utiliza mano de obra reclusa en sus procesos de producción.
La actividad del recluso en Chile, por estar sujeta al contexto institucional de la cárcel, no es considerada realmente “trabajo” por las autoridades. El nivel de pago sistemáticamente más bajo que el sueldo mínimo legal constituye evidencia fehaciente de la minusvaloración del trabajo penitenciario. El trabajo de los presos parece concebido como una oportunidad de redimirse cuyo beneficio económico es meramente simbólico. Lo que recibe un preso por su trabajo la mayoría de las veces no es un sueldo, sino un “regalo” de la empresa privada o de las autoridades públicas.
Otra circunstancia que evidencia la ambigüedad del trabajo penitenciario radica en la dificultad de identificar el rol que cumple la concesión de beneficios extra-laborales a los reclusos trabajadores. Así, por ejemplo, en vez de remuneración, se les puede conceder a los presos visitas adicionales de su familia en días y horarios especiales, permisos de salida adicionales, extensión horaria de desencierro para desarrollar actividades educativas, culturales, deportivas y recreativas, y priorización en la obtención de becas o acceso a actividades de capacitación, formación y/o educacionales. El problema de haber excluido al trabajo penitenciario del mercado laboral radica en la arbitrariedad a la que expone a los reclusos: si no es trabajo, entonces ese sueldo es una “medida de asistencia” a favor del recluso. Y si es una “medida de asistencia”, entonces restamos valor a la labor productiva de un hombre dentro de la prisión.
Así entonces, la fuente de recursos para el trabajador recluso es acotada y sujeta a la disposición de las autoridades y a la voluntad de agencias privadas para participar como empleadoras. La administración y el control sobre el dinero de los recursos genera un flujo institucionalizado sometido a la directriz valorativa impuesta reglamentariamente. El dinero está destinado a indemnizar, castigar y ahorrar, no a consumir o invertir, como lo haría el ciudadano con su sueldo. Finalmente, la cuantía del monto que recibe el preso es significativamente menor a la del trabajador libre. Lamentablemente, no reconocer al trabajo en la cárcel como trabajo propiamente tal, abre la puerta para eludir la entrega de beneficios laborales irrenunciables como salud, jubilación, indemnización por accidentes laborales o vacaciones.
Todo recluso debiese participar con igual estatus que el trabajador libre en el mercado del trabajo, aunque sujeto a un régimen laboral con características particulares. Si esto no fuera así –si se afirmase que el trabajador penitenciario no participa en modo alguno del mercado laboral regular– estaríamos ante un fraude de etiquetas: el trabajo penitenciario no sería trabajo, sino una medida disciplinante que priva al preso de los derechos sociales mínimos que otorga el estatus de trabajador y lo concibe como ciudadano de segunda clase.